Armando Ortiz / Durante muchos años el 15 de septiembre unía a los mexicanos. Entonces se borraban las fronteras de los partidos políticos, se borraban las ideologías, se borraban los credos y las clases sociales; todos al unísono gritaban “Viva México”.
La patria nos unía, porque la patria es el “pater”, que en su más lejana acepción significa padre, nuestro antepasado, la raíz de donde provenimos. La patria nos hacía sentir orgullosos, nos hacía sentir hermanos y como dice la canción de Serrat, en el 15 de septiembre “el noble y el villano,/el prohombre y el gusano/bailan y se dan la mano/sin importarles la facha”.
En ese día la gente iba voluntariamente a las plazas públicas a escuchar la arenga, ese grito que exigía libertad para un pueblo que se formaba nación y que poco a poco fue haciendo patria. En ese día dejamos de ser hijos de españoles, dejamos de ser nativos de este territorio, dejamos de ser extranjeros en nuestra propia tierra, en ese día, entre los dolores de parto de una guerra de independencia empezamos a hacer patria.
Pero un día la fiesta terminó. Un día nos dimos cuenta que no éramos independientes y que esa hermandad tan promocionada sólo era una bastardía para aquellos que nos gobernaban. Un día nos dimos cuenta de la traición. Los traidores fueron nuestros gobernantes que sólo usaron el sentir patrio para explotarnos, para manipularnos, para derrocar nuestra voluntad e imponer la suya.
Ese día nosotros agua de jamaica y gordas de frijol, mientras ellos en palacio jamón serrano, vino del Rioja y paella valenciana. ¿Dónde chingados dejaron la independencia? Ahí se quedó, arrumbada en un discurso arcaico que les impedía vender el país al mejor postor. Por eso había que olvidar ese discurso, por eso había que arrumbarlo en algún rincón olvidado, porque con ese discurso de independencia, cómo cláusula de contrato, era imposible vender el país.
Es por ello que desde hace algunos sexenios empezaron a fraguar su traición. Nos dividieron y después nos dividimos; finalmente nos separamos de ellos.
El 15 de septiembre se dieron dos gritos en México, uno de ellos exigía la #RenunciaYa de Enrique Peña Nieto, el otro fue un grito procaz, de un sujeto corrupto, de un sujeto traidor que le puso la bandera de este país como tapete al “extraño enemigo”; fue el grito desesperado de un presidente tramposo, torpe y desprestigiado al que le llenaron el zócalo con sus gobernados, sujetos que no saben qué es la patria, sujetos del aparador de un comercio en ruinas, sujetos enjaulados en su pobreza e ignorancia, en su hambre satisfecha en un solo día.
“Viva México” se convirtió en un grito fallido; se convirtió en el sonido de una campana sin badajo, símbolo de un presidente sin virilidad. El eco de ese grito sólo fue el agradecimiento de un pueblo sin voluntad, el eco de ese grito sólo fue el precio pagado por el pan y el circo de una noche que se repetirá hasta el siguiente año.
¿Cómo recuperar la patria? La patria cuya conquista inició el 16 de septiembre de 1810 ya no existe, esa patria ya no se puede recuperar. Esa patria, como las palabras que no se usan, como las palabras de las que se abusa, ha perdido todo su sentido. Esa patria sólo pertenece a una clase, la de los traidores, la de los que hipotecaron este país, los vendepatrias, empezando desde los últimos presidentes de la república, hasta los más recientes gobernadores, esos que nos entregaron al crimen organizado, los que negociaron nuestra paz, nuestra seguridad por unas cuantas monedas de plata.
A este país lo único que le queda es hacer patria. Forjar patria. Y la patria no se hace en actos cívicos, donde la gente se da a los excesos, donde un grupo de música toca narcocorridos, donde unos cuantos acarreados gritan “Viva México”, pero en su antros no retiembla la tierra. La patria se hace en nuestras casas, en nuestras escuelas, con nuestra gente, se hace en nosotros mismos, en el deseo intenso por hacer de este México un gran país. “Viva México” y que “mueran los traidores.
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