Cecilia Muñoz / La semana pasada, alguien creó una nueva cuenta de Twitter. Esto por sí mismo no es nada extraño, hasta que conocemos que su única razón para hacerlo fue poder responderle a una persona que había bloqueado su anterior perfil. Y lo sabemos porque ese alguien se descubrió solito con las siguientes palabras: “Hola! Soy @… con otra cuenta. Porque me bloqueas? Para que no te pueda responder ni debatir contigo? Muy madura“. Y todavía hay más: “Así ganaras todas las discusiones, no? Claro, si los bloqueas ya no te pueden refutar. Donde queda la libertad de expresión?“.
Me gustaría poder decir que este es un caso aislado. O que sólo le pasa a gente con un alto número de seguidores, o a figuras públicas, pero lo cierto es que no es así. Todo tema, incluso el que podría parecer más inofensivo, es capaz de polarizar opiniones… y algunos se toman demasiado en serio la importancia de la suya. Lamentablemente, como ya hemos visto, muchas veces la defensa resulta lastimosa.
“Quizás el mayor problema de la comunicación es que no escuchamos para comprender sino que escuchamos para responder“, comentó Pedro Meyer en entrevista para magis.iteso.mx. Prueba de ello es cierta fauna extraña que deambula por las redes sociales, atenta al mínimo comentario del tema que le irrita, lista para “entrar al debate”, lo que en muchas ocasiones significa decirle a su desafortunado interlocutor: “Estás mal. Es que estás mal porque piensas mal porque no piensas como yo“.
Nuestro comentado anónimo es parte de esa fauna. Vio, quién sabe cómo, un comentario de cierta tuitera, y decidió responderle. Ella hizo lo mismo: amable, le explicó la cuestión, le compartió links para profundizar en el asunto… pero el chico seguía en sus trece. Exaltado, casi violento, demostrando que no leía los mensajes de ella, se empeñaba en afirmar que tenía razón y que ella erraba, sin demostrarlo con argumentos convincentes. Fue eso a lo que él llamó “debate”.
Pero quizás lo más doloroso no sea la necedad de los convencidos de su derecho a tener siempre la razón, sino que defienden semejante “prerrogativa” invocando la libertad de expresión. Se plantan ante quien está visiblemente incómodo con su presencia y pretenden obligarlo a escuchar el discurso de sus absurdos. Quien se niegue a escucharlos, inmediatamente es un intolerante o un censurador, casi similar a un Estado represivo que, por ejemplo, mata a sus periodistas o a sus ciudadanos disidentes. Quizás ellos mismos se sientan “disidentes”: enemigos de la malvada corrección política que les “impide” (suelen confundir “impedir” con “cuestionar”) hacer gala de misoginia, homofobia, clasisimo, racismo… o de su mera ignorancia.
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