Sergio González Levet / El miércoles 15 de junio a las 13:45 horas murió en Xalapa un hombre bueno.
Pasó a mejor vida a sus 83 años de edad como deberían hacerlo todos los seres humanos, y en especial los que cultivaron la bondad como una de sus virtudes: en su casa y acompañado de los suyos, de su familia cercana.
Mi primo Jaime Joaquín Villegas González dio y gozó del amor de su esposa Lupita Bonilla, de su hija Pily, de su yerno Andrés Landa y de sus nietos Andrés y Pily, y todos estuvieron con él hasta el final, orando, participando de su transición a una nueva vida.
En esa nueva vida se fue a reencontrar, seguro, con su querido hijo Jaime Villegas Bonilla, por el que sufrió el peor dolor que puede padecer alguien, que es perder a un hijo a los 18 años de edad, por un accidente injusto, traicionero y brutal.
Como esposo y como padre lo vi aguantar el dolor como pocos, siempre pendiente de su esposa y su hija sobrevivientes, quienes encontraron en él y en su inmenso cariño por ellas un sostén inigualable para seguir una vida que en otro caso hubiera sido insoportable.
Y digo que Jaime era un hombre bueno porque me consta: en tantos y tantos años que nos conocimos y nos tratamos como familiares cercanos nunca lo vi cometer un dislate, una injusticia, tener una explosión de carácter.
Era hombre de pocas palabras, afectuoso, de ideas claras y seguras. Por esto último era un ingeniero civil -tal fue su profesión- excelentemente preparado, responsable, dedicado de lleno a su trabajo. Los puentes que él construyó, los caminos que trazó, puedo afirmarlo, siguen ahí como el primer día, indemnes al tiempo por su buena factura, perfectos en su concepción original.
Mi querido Jaime era también, debo reconocerlo, un jugador de ajedrez formidable. Nadie en la familia le pudo ganar nunca, y eso que había varios primos que se sentían geniecillos en todos los juegos del hombre. Frente al tablero, el buen Jaime se transformaba en un atacante feroz, que iba comiendo todas las piezas del contrario hasta que dejaba a tu rey indefenso, sin piezas y sin ningún movimiento posible para hacer. Perder con él era desolador, pero siempre al final de la partida se reconvertía en el primo amable y bondadoso que te hacía olvidar la derrota apabullante.
A Jaime lo encontraba a menudo con su esposa, con su hija, con sus nietos paseando por las calles y los centros comerciales de Xalapa. Era un placer saludar a mi primo mayor y encontrar en él que no todo está perdido para nosotros, porque su mirada bonachona mostraba que en medio de la violencia, de la injusticia y de la corrupción aún es posible hallar hombres de buena fe, que tanta falta nos hacen.
A Jaime lo vamos a extrañar; su gente lo hará a mares, pero todos ellos entienden que tienen un segundo ángel en el cielo y que desde allá sigue vigilante para que nada les pase y sigan por esta vida seguros por su amor.
Descansa en paz, primo, lo mereces.
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