Mi madre en pocas palabras

Victoria Ramírez y Armando Ortiz

Armando Ortiz /

A Victoria Ramírez, mi madre

A principios del siglo XXI pasé una de mis peores crisis. En un solo año tuve dos accidentes de consecuencias terribles, pero no fatales. En el segundo accidente, viajando a toda velocidad en mi Caribe roja, di dos vueltas frente al CBTIS de Coatepec. La parte trasera de mi auto se incrustó en un poste de concreto, lo que detuvo el impulso del auto, pero el parabrisas salió volando destrozado. Después de un rato, cuando recuperé el conocimiento, intenté incorporarme pero mi brazo no obedecía, se quedaba en el lugar en el que descansaba inmóvil. Ahí me di cuenta que me había fracturado el brazo; la radiografía mostraría que se me había astillado la parte superior del húmero, hasta el hueso del hombro se veía quebrado.

Esa noche en el hospital civil me visitaron mis hermanos, en su rostro se les veía el reproche. Ya me lo habían advertido, pero guardaron silencio. Pagaron las curaciones, la férula que me colocaron y me dejaron ahí, con un amigo que también había acudido tan pronto se enteró de mi accidente. El brazo fracturado, debo decirlo, nunca me dolió. No tuve dolor durante el accidente, acaso una turbación, no tuve dolor cuando me pusieron una férula neumática, no tuve dolor cuando me enyesaron el brazo. Hasta la fecha no he sentido dolor en ese brazo, era como si parte de mi cuerpo se encontrara insensibilizada.

El amigo que estuvo conmigo en el hospital fue quien me llevó a mi departamento; ahí me dejó. Pase la noche más solitaria de mi vida. Tenía un dolor interno, de frustración; un vacío que no me permitía llorar. Durante esas horas de insomnio reflexioné sobre lo que había sucedido, sobre todo lo que había perdido, lo que estaba perdiendo. Mis hermanos ya me veían como la oveja negra de la familia, el rebelde, el incorregible, el único que no había hecho carrera universitaria.

Hasta ese entonces lo único que tenía eran todas mis lecturas, los cientos de libros que había leído durante mi adolescencia y juventud; aunque profesionalmente no me significaban nada. Tenía terminada la preparatoria, pero mis documentos habían quedado perdidos en la Facultad de Estadísticas de la UV, donde hice un semestre. También tenía estudios de diplomado en la Escuela de Escritores de la SOGEM, pero por mi desidia no los dejé terminados. Ocho años había sido taxista pero ya no quería regresar a ese oficio. Me sentía vacío.

A la mañana siguiente, sin haber dormido bien me desperté. Afuera, como adentro de mi cabeza, una neblina se cernía sobre la ciudad. Vivía en la colonia Progreso Macuiltépec, donde una neblina era literalmente una nube que chocaba contra el cerro.

No tenía a donde ir, mi único refugio era ese viejo departamento cuyo único mérito era que se podía ver el Pico de Orizaba cuando te despertabas. Pero esa mañana, ya lo dije, una nube chocó contra el cerro y el humo de la catástrofe no me dejaba ver nada.

Salí de mi departamento, caminé por inercia rumbo al Museo de Antropología, tomé la calle de Acueducto. A mitad del camino me di cuenta que me dirigía a casa de mi madre. Ya lo dije, no tenía a donde ir, pero el recuerdo de mi madre empezó a llenar el vacío con el que lidié toda la noche. Seguramente ya sabría lo que me había ocurrido, ella fue la primera que me advirtió que de no cambiar mi actitud iba a terminar mal. Pero estaba dispuesto a escuchar sus reproches, si alguien tenía derecho a regañarme era ella, mi madre.

Cuando era un niño recuerdo que mi madre regresaba cansada del trabajo, entonces se acostaba en el sillón de la sala. Yo, que era pequeño, cabía en su regazo. Ahí me sentía pleno, recuperado, era como si nunca hubiera salido de esa matriz.

Cuando llegué a casa de mi madre toqué el portón. Yo temblaba, ¿qué le iba a decir? Mi madre abrió, miro mi brazo enyesado y preguntó alarmada: “¿Qué te pasó?”. Le dije: “Es que sufrí un accidente”. Le bastó a mi madre mirar mis ojos de desamparo para ver a ese niño que se acostaba en su regazo. Entonces me dijo en pocas palabras: “Entra, ya no te preocupes por nada. Entré y su cariño hizo que los problemas se me olvidaran. Fue como si de repente la neblina se disipara por completo.

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