Javier Duarte, el gran solitario de Palacio

Bocafloja
Xalapa, Ver. Javier Duarte de Ochoa FOTO: PATTY BARRADAS/FOTOVER
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Armando Ortiz / La genialidad de algunas novelas radica en la creación de ciertos arquetipos que perduran en el tiempo. Así, de la literatura han surgido los donjuanes, los lazarillos, las celestinas y los quijotes. El escritor René Avilés Fabila da carta de naturalización a un arquetipo más, “el solitario de Palacio”.

Esta figura literaria se utiliza para resumir el último periodo sexenal de un sujeto que estuvo “en la plenitud del pinche poder”, un sujeto que por fin sabe que ese poder tiene fecha de caducidad. Porque mientras se ejerce el poder, el sujeto cree que este es eterno, que nunca habrá de acabar y por ello cae en tantos despropósitos que el tiempo le habrá de cobrar; el “solitario de Palacio” es todavía más solitario cuando tiene que entregar el poder no a un sucesor, sino a un adversario.

Esto es lo que ha estado pasando en los últimos meses con el gobernador Javier Duarte. Nunca se sintió tan sólo como esa tarde en que el presidente Peña Nieto le negó el saludo. Su rostro de decepción marca el inicio de una soledad abrumadora.

Hoy, que está siendo investigado por la Procuraduría General de la República, su soledad se incrementa. ¿Dónde están todos sus amigos, aquellos a quienes enriqueció brutalmente? ¿Dónde están los periodistas “succionadores profesionales” que lo llegaron a llamar “el mejor gobernador que ha tenido Veracruz”? ¿Dónde está su grupo político, sus compañeros de cofradía a los que entregó fuero e impunidad? ¿Dónde está su “amigo” el presidente Peña Nieto, cómplice por muchos años, solapador y encubridor?

Javier Duarte ya ni siquiera se pasea por Palacio, ha dejado un encargado. Él se refugia en su cuenta de Twitter, porque para contestar a funcionarios como Juan Manuel del Portal, basta y sobra con unos mensajes de Twitter.

Los días se le terminan, del PRI puede ser expulsado el lunes 26 de septiembre. Ya sus compañeros de partido han dicho que, de pedirlo la autoridad, ellos agilizarían el desafuero. Una vez desaforado lo único que le espera es la soledad de una celda; su única compañera sería la ignominia.

En “la plenitud del pinche poder” es imposible que un sujeto entienda que nada es para siempre. En algún momento Javier Duarte debió tener destellos de lucidez; alguien por ahí le debió decir que no se podía ocultar tanto dinero desfalcado debajo de un colchón, pero él, ebrio de poder, no quiso hacer caso.

Alguien por ahí le debió decir que ante tanta evidencia de robo, no era prudente hacer alarde de una pobreza ficticia; cada vez que Javier Duarte afirmaba que sólo vivía de su sueldo, depositado en una cuenta Banorte, estaba escupiendo en el rostro de millones de veracruzanos a los que negó la oportunidad de progreso. Alguien le debió decir que no se podía pelear con los medios nacionales, llamándolos de facto mentirosos, queriéndolo exhibirlos con sus propias mentiras.

Señala el politólogo Lorenzo Meyer que “El solitario de Palacio de Avilés imponía su voluntad mediante un poder brutal, corrupto y sin límites. Era ese poder el que aislaba al personaje central”.

Javier Duarte se aisló en su vanidad, en su codicia, en su estulticia, en su frivolidad, en su insano apetito, en su torpeza política, en sus amigos que realmente fueron sus “enemigos”.

Javier Duarte se aisló en su irrealidad, en la negación. Falto de generosidad y nobleza de espíritu, como “el gran solitario de Palacio”, ha dejado de gobernar desde su trono de mezquindad; ahora busca refugio en un lugar donde nadie lo pueda ver. Ahora padece las consecuencias de su mezquindad, las consecuencias de su monstruosa codicia.

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