De acuerdo con un diccionario en línea, «el fraude electoral es la intervención ilícita de un proceso electoral con el propósito de impedir, anular o modificar los resultados reales ya sea aumentando la cantidad de votos del candidato favorecido, disminuyendo las de los candidatos rivales, o ambas». Sin ser experto en elecciones creo que un fraude electoral frisa sobre los 5 puntos porcentuales de diferencia, quizá menos. El llamado fraude electoral de 2006, en donde contendió por primera vez Andrés Manuel López Obrador como candidato presidencial, tuvo una diferencia de votos de menos del 1 por ciento entre el ganador y el perdedor. Pero ante una diferencia de más de 25 puntos porcentuales, difícilmente se podría hablar ahí de un fraude electoral.
De lo que podíamos hablar es de una elección de estado, una elección que dio arranque desde hace muchos años con los apoyos económicos que se han entregado a millones de personas, adultos mayores, jóvenes, campesinos y demás. Miles de millones de pesos entregados a personas en situación de pobreza que se han habituado a la “limosna institucional”. Cierto que algunos de los que reciben esos apoyos no están en situación de pobreza, y sin embargo los reciben.
Pero la gran mayoría son pobres a los que les hicieron creer que, si no ganaba la candidata del partido oficial, esos apoyos se los quitarían. Millones de personas que reciben esos apoyos acudieron a las urnas a refrendar al gobierno que les regala dinero, que los ha hecho clientes de un régimen que «puede ser todo lo corrupto que quiera, siempre y cuando no se olvide de mandarme el cheque». Ante este panorama la clase media nunca será suficiente.
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