Este sábado me enteré muy temprano de la muerte de Alberto Espejo, pero algo me distrajo. Me sucedió lo de Sabines, quien al enterarse de la muerte de su tía Chofi, “esa tarde me fui al cine e hice el amor”. Pero ya cerca de la noche leo a Raúl Hernández Viveros, hermano del argentino, compadre que bautizó a su hijo con el mismo nombre, “Alberto”. Dice mi querido Raúl: “No acabo de aceptar la noticia del fallecimiento de Alberto Espejo. De golpe el torbellino de las décadas recorre mi corriente sanguínea hasta atravesar mi corazón (…) Miro hacia atrás. Lo considero un amigo tan próximo, que hace medio siglo tuve la confianza pedirle llevara a bautizar a mi hijo Alberto. Al presentarlo ante la pila de agua bendita, le entregó una medalla de oro redonda con figura de un angelito”.
A Alberto Espejo, después de la universidad lo vi poco, me reuní con el y con mi amigo Marcos en pocas ocasiones, a veces para tomar una botella de vino, a veces para corregir algunos de mis cuentos; pero debo confesar con resignación que fueron pocas veces. Ahora que ha muerto me pregunto, ¿por qué me duele tanto? Quizá me duele porque siempre tuve la certeza de que el maestro argentino siempre tuvo un gesto amable conmigo, a pesar de la distancia nunca nos dejamos de querer. Descansa en paz querido Alberto.
