Clara Inés Lagunes Alarcón, su libro de memorias, como un “teléfono de viento”

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Presentación del libro 1955, el inicio de mi vida de Clara Inés Lagunes Alarcón FOTO: ESPECIAL
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Armando Ortiz / En primer lugar, quiero agradecer la invitación de la autora, Clarita Lagunes, para presentar su libro titulado 1955, el inicio de mi vida. Les comento, el día que Clarita me mostró el libro me entusiasmo mucho porque de inmediato note que era un libro de impecable hechura. La portada me encantó, en un couché de buen gramaje, agradable para el tacto. La fotografía de la portada es de una mujer en paz, satisfecha, supongo, que mira al mar rumbo al horizonte.

Le decía a Clarita que de entrada agradecía eso porque me sentía como el padrino de una quinceañera. Por supuesto, el padrino de una quinceañera siempre desea que la ahijada sea una muchacha guapa y virtuosa; creo que a nadie le gustaría ser padrino de una quinceañera fea y además viciosa.

Uno de los recuerdos más gratos de mi infancia tiene que ver con estar sentado al lado de mi madre y hermanos para ver el álbum de fotografías de familia. Página a página mi madre nos mostraba las fotografías ya desgastadas de ese álbum. Sentados con ella a cada rato le preguntábamos, ¿y ese quién es? Entonces mi madre empezaba su relato, “ese es el tío Simón, él fue marido de tu tía Elena, lo conoció en un bar llamado El Limoncito. Tu tía entonces tenía 30 años y él 15”.

Clara Inés Lagunes Alarcón, originaria de Palma Sola, Veracruz, realiza un ejercicio de memoria similar con su libro 1955, el inicio de mi vida. Abrir su libro, es abrir un álbum de fotos familiares, un álbum audible en el que escuchamos su voz prístina, honesta, franca, a ratos amarga. Conforme vamos pasando las páginas contemplamos las estampas de su vida, las imágenes que quedaron grabadas en su memoria como un sello imborrable. En los relatos de este libro se conjugan las alegrías y las tragedias, los afectos y desafectos, las bondades y las crueldades, en fin, un compendio de la naturaleza humana.

Destaca en los relatos la voz infantil de la autora, quien va descubriendo el mundo y sus seres, quien va entendiendo poco a poco, de qué trata la vida, de presencias y de ausencias, de gente que se queda y gente que se va. De personas a las que preferimos recordar y personas que se nos deshielan en el olvido. La madre en este libro es una presencia ausente poderosa, que precisa la vida de la autora, que matiza sus alegrías, que define su tragedia. Por ejemplo, la carta que Clara Inés escribe a su madre en este libro es para reprocharle que los dejara con su cuñada Elena: “Tal vez creíste que era demasiada carga para ellos (el padre y la hermana); pero fue lo peor que nos pasó a mí y a mi hermana menor”. Pero a pesar de eso, el cariño se eleva por encima de la tragedia: “Recuerdo muy pocas cosas de ella, como el verla sentada en la cocina, tranquila, disfrutando de una tostada con nata con piloncillo. Yo la admiraba, no la perdía de vista. Con ella me sentía segura y protegida”.

Ángel José Fernández y Magno Garcimarrero han de coincidir conmigo en que todo buen libro de relatos debe tener una tía cruel, y este libro no podía ser la excepción. Es más, en este libro aparecen dos tías crueles. Pero hablemos de la tía Elena, una mujer que parece un personaje salido de una de las novelas de Charles Dickens. En el relato titulado “Jamás la volví a ver”, la autora cuenta el día que la llevaron a ver a la madre en su lecho de muerte. La tía malvada del cuento, negada a la piedad, la sacó de las greñas de la casa, de su propia casa. ¿Se puede ser más cruel?

En este libro de relatos nos damos cuenta además de que la infancia tiene la virtud de soslayar las tragedias, de distraerse con las cosas buenas de la naturaleza. Inmediatamente después de que la autora nos cuenta sobre la muerte de su madre, pasamos a cosas más alegres, a pasajes con sabor y frescor como el relato del Nache o de la Sandía: “Ya me estaba imaginando comiendo un buen pedazo. Casi podía olfatear ese olor tan especial y saborear lo delicioso de la sandía”.

A veces me pregunto, ¿qué hubiera sido de muchos de nosotros sin la inocencia? ¿A cuántos de los aquí presentes, la inocencia no los ha rescatado de la locura?

Siempre he creído que en la literatura el género epistolar obliga al autor a ser honesto, lo obliga a decir menos mentiras, a sacar del corazón las cosas más emotivas. Esto me recuerda el “Teléfono de viento” de Otsushi, Japón. El 11 de marzo de 2011 un tsunami arrasó con la ciudad de Otsushi. Fue un tsunami devastador que, sin embrago, no pudo derribar la cabina de un teléfono público. Ahí quedó, de pie, como símbolo de entereza. Los pobladores de Otsushi acuden a ese teléfono para hablar con los seres amados que han perdido. Por supuesto el teléfono de viento no tiene línea, está desconectado. Pero ellos van y hablan con sus muertos y les dicen: “Te esperé toda la noche, pero nunca volviste a casa. Te extraño mucho”.

1955, el inicio de mi vida es también como ese teléfono de viento, un instrumento que sirve para comunicarnos con nuestros seres queridos, con nuestros muertos. “Querido pa’ -dice la autora- como siempre te dije, aquí entre tú y yo. Quiero decirte cuánto te quiero y cuánto agradezco el sacrificio que hiciste por nosotros, porque se que tuviste la oportunidad de regalarnos a otras personas y no lo hiciste (…) Te amo con todo mi corazón, y doy gracias a Dios por haber tenido un padre como tú”.

El tiempo es como ese tsunami devastador, que arrasa todo sin que nadie pueda evitarlo. Conviene entonces que un “teléfono de viento” quede de pie; conviene escribir un libro de memorias, de relatos breves y emotivos, para que cuando nos sintamos solos, acudamos a él para hablar con las personas que se han ido, pero que siguen habitando en nuestro corazón.

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