Manuel Antonio Santiago, poeta/2

Santiago
Manuel Antonio (Manolo) Santiago FOTO: WEB
- en Opinión

Sergio González Levet / Dije en este espacio muchas cosas buenas sobre Manuel Antonio Santiago, pero me quedo corto siempre ante la fuerza de su calidad poética. No quiero ocupar más espacio en elogios predecibles, y por eso prefiero optar por el silencio y dejar mejor que hable el creador, con sus poemas.

Aquí debe estar una página en blanco

Nunca se escribió.

Este poema llegó solo
una noche de lluvia,
como ave del desamparo.

Entró a mi corazón
con palabras incomprensibles.

Cruzó por mi sangre
con prisa de relámpago.

Averió mis sentidos.
Deshizo mi memoria.

Partió mi pecho
en profunda hendidura

y -esquivo- en la penumbra de la madrugada
se fue pensando en ti.

Éste poema nunca se escribió.

 

Aquí
sólo debe estar una página en blanco.

 

El fruto podrido

Nos hemos vuelto viejos.
Las horas volaron inesperadamente.
El tiempo como un leve soplo escapó en nuestras manos.
Pasó todo tan de repente
que cuando nos dimos cuenta:
El futuro

-que colgaba de la rama más alta
de un robusto árbol frondoso,
de fresca sombra,
cargado de pájaros-

se nos convirtió en un fruto
que vimos crecer entre el ardiente verdor del follaje de los días
que procuramos resguardar del cambiante rumbo de las estaciones
que con codicia fuimos dejando madurar

y cuando quisimos cortarlo
el futuro
ya estaba podrido.

Las bugambilias rojas

A media vereda,
donde los ramajes se cierran.

De la encalada muralla,
del largo muro blanco,

brota un incontrolable
borbotón de flores,

que sin mesura mana
y escurre hacia las piedras:

son pétalos de sangre.

En la arena

El desapercibido hurgar del viento, la parda pesadumbre de los pelícanos, un ejército de temerosos cangrejos azules escarbando húmedas guaridas; las oxidadas ruedas de la carretilla del anciano vendedor de cocos, las huellas de los pálidos bañistas amanecidos que ebrios cantan, el balón de fútbol que ara un recto surco hacia la alegría de los niños que corren descalzos; las finas huellas diminutas de extraviadas gaviotas, una jauría de canes persiguiendo a una hirviente perra temblorosa, los cascos de una manada de errabundos caballos grises; los pies heridos de los pescadores que regresan a Tierra y que arrastran entre sus redes peces asfixiados, vivas caracolas y marinas estrellas; el inesperado reflujo de las olas, las saladas espumas blanquecinas; todos ellos, lentamente, sin que nadie lo note, van borrando: Nuestros nombres, el corazón partido, la cruenta flecha traspasando el rojo vacío y la gota de sangre, que dibujamos en la arena.

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