Édgar landa Hernández / Está situado en la calle Díaz mirón, muy cerca del parque de los berros. Su altura es inmensa, casi llega al cielo. Durante varios años fue paso obligatorio circular por ahí. En aquellos años era yo estudiante de una disciplina japonesa llamada Judo.
Cada tarde solía asistir a aprender las diversas técnicas de la defensa personal. Y desde ese entonces ya estaba él, el árbol inmenso que entre su follaje charlaba en las épocas de vientos y encubría la punición que amordazan las penurias.
Jamás se lo dije a nadie, es más, era yo un pequeño que se asombraba cada ocasión que tenía oportunidad y lo observaba. Recorrí su tallo cientos de veces y trepé entre sus ramas sintiéndome un pájaro en vuelo. Otras, pernoctaba ahí y me convertía en suspiro, en alma volátil; en esperanza.
Me pregunto y no sólo hoy, sino con antelación ¿Qué edad tendrá? ¿a quién darle el crédito de haberlo sembrado ahí? No lo sé, y tal vez jamás lo sepa.
Cuando tenía oportunidad lo abrazaba y cerraba mis ojos. Mantenía mi respiración queda para ver si me decía algo, o tan solo sentir su savia fluir por entre el gran madero que le servía de soporte ante los embates de la naturaleza. Después de retirarme yo sonreía, era una forma de decirle hasta pronto.
La corteza ha adquirido una tonalidad pálida, la gama de colores que con anterioridad asombraba a propios y a extraños se ha ido. Sin embargo, se mantiene a pie de lucha, como los grandes guerreros que no se dejan vencer. Como aquellos caballeros del medievo que luchaban hasta salir victoriosos.
Olvidé que lo había olvidado. Hoy nuevamente lo vi, y lo hice como lo hacen los amigos que se ausentan por el tiempo. El árbol ahí prosigue dando un espectáculo sin igual tan solo al verle.
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