Édgar Landa Hernández / Era el año de 1977. Yo, con apenas seis años de edad, miraba a través de un televisor blanco y negro una serie de dibujos animados llamada Remi.
Seguía muy de cerca esta historia, que a pesar de mi corta edad sufría al igual que el protagonista de las diversas vicisitudes que encontraba en su recorrido.
Así como también sonreía cuando la suerte le deparaba mejores alternativas positivas. Remi era el niño de nadie. Basada en la novela del escritor francés Héctor Malot. Una serie animada que se relata a lo largo de 51 episodios de 30 minutos de duración cada uno.
A diferencia de las series animadas de hoy, Remi más que un relato era una cruda historia de un niño lleno de sensibilidad e inteligencia, con una habilidad maravillosa para la romanza; que a través de un arpa deleitaba a la concurrencia con su bel canto.
Desde un inicio esta historia está plagada de una serie de sentimientos encontrados, ya que su padrastro lo entrega sin razón a un músico callejero, que a la larga se convertiría más que su amigo en un padre al cual le respetaba y amaba. Él célebre señor Vitalis.
A pesar de ser apenas un infante, Remi aprende a trabajar como ayudante y músico haciendo un gran equipo con otros personajes que van apareciendo en la serie conforme va transcurriendo la historia
Surge un nuevo amigo del protagonista, un perro llamado capi, así como corazón alegre, un pequeño primate, servino y dulce, ambos caninos que se sumaban al espectáculo callejero de la pequeña compañía del señor vitalis. Remi es una serie que se antoja verla nuevamente, y en donde a través de la trama se hace un énfasis a valorar la amistad, el respeto y sobre todos los valores que poco a poco se han ido extinguiendo de nuestro vocabulario.
Eran los tiempos aquellos antes de llegar a los 80s, en donde en una caja color hueso, nuestra familia se unía al compás de aquella música que nos advertía que estaba a punto de iniciar un capítulo más de Remi.
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