Monsiváis, Pacheco y el sismo

Imágenes devastadoras del terremoto de 1985 en el entonces Distrito Federal FOTO: SOPITAS (ARCHIVO)
- en Opinión

Sergio González Levet / Ayer, cuando releía a Octavio Paz y lo que escribió sobre el sismo de 1985, recordé que prácticamente todos los escritores mexicanos hicieron su parte y consignaron sus apreciaciones sobre aquel suceso que marcó la historia de México, e inició la historia de la organización de nuestras masas sociales.

En casi todos los casos, lo que dijeron y escribieron sobre el temblor del 85 y sus consecuencias sigue teniendo vigencia referido al terremoto del mismo 19 de septiembre, pero de 2017.

Me quedo con dos de ellos, y con dos partes mínimas de lo que les fue dado relatar/revelar:

Carlos Monsiváis -el cronista único de la raza chilanga, el tlacuilo verdadero de los jodidos de la gran ciudad- hizo textos magníficos. Entresaco apenas un fragmento de la inmensidad de su obra:

El dolor personal y social, la tristeza ante los muertos y las tragedias, la indignación ante la corrupción de siglos y el saqueo cotidiano, se despliegan en medio de un paisaje insólito, el de la ayuda desinteresada.

“Desde la mañana del 19 de septiembre, los voluntarios hacen de la solidaridad un arma óptima de creación de nuevos espacios civiles. Un esfuerzo sin precedentes (en un momento dado, más de un millón de personas empeñadas, en distintos niveles, en labores de rescate y organización ciudadana) es acción épica ciertamente, y es un catálogo de demandas presentadas con la mayor dignidad. Urgen ya en las ciudades organizaciones autónomas, democratización, políticas a largo plazo, proyectos de racionalidad administrativa.

“Durante un breve periodo, la sociedad se torna comunidad, y esto, con los escepticismos y decepciones adjuntas, ya es un hecho definitivo. Si, necesariamente, tal vehemencia se disuelve en un periodo breve, las lecciones perduran.

“La primera y más decisiva respuesta al terremoto es de índole moral. Forzosa y compulsivamente, el instinto de continuidad se fragmenta en decenas de miles de acciones, avivadas por el deseo del rescate, del atenuamiento de la violencia natural, de la   puntualidad del individuo que acompaña en su desesperación a las multitudes.

“Provista de un notable sentido del deber, una nueva generación se incorpora a las tareas urbanas. Son estudiantes universitarios y obreros, desempleados y alumnos de los Colegios de Bachilleres, de las preparatorias, de los Colegios de Ciencias y Humanidades, de las     Vocacionales, de las escuelas técnicas. Han crecido sometidos al consumismo, a la     inhabilitación ciudadana, al reduccionismo de las visiones ideológicas que ven en la juventud un campo del domesticamiento y la banalidad. Se les ofrece de pronto una elección moral y la asumen, una oportunidad de acción organizada y la aprovechan. No se consideran héroes, pero se sienten incorporados al heroísmo de la tribu, del barrio, de la banda, del grupo espontáneamente formado, de la ciudad política y civil.”

Y a la prosa de Monsi adjunto la poesía magnífica de José Emilio Pacheco, que puso en palabras medidas el alma de lo que todos estábamos sintiendo hace 32 años, y lo seguimos sintiendo ahora:

1

Crece en el aire el polvo, llena los cielos.

Se hace de tierra y de perpetua caída.

Es lo único eterno.

Sólo el polvo es indestructible.

 

2

Avanzo, doy un paso más,

miro de cerca el infierno.

Muere el día de septiembre

entre la asfixia y los gritos.

 

Arañamos las piedras y brota sangre.

Todo el peso del mundo se ha vuelto escombro.

La palabra desastre se ha hecho tangible.

 

Se hundió la casa de papel, el cuarto de juegos

de un niño inexplicable que al despertar

aplastó sus cubitos de hojalata.

Pero no hay juego.

Sólo personas que se mueren,

gente que ha muerto, seres humanos

que si salieran vivos del tormento entre escombros

habrían dejado entre el montón de ruinas

brazos y piernas.

Nadie está a salvo.

Aun al quedar ilesos hemos perdido

nuestro ayer y nuestra memoria.

 

3

De aquella parte de la ciudad que por derecho

De nacimiento y crecimiento, odio y amor

puedo llamar la mía (a sabiendas

de que nada es de nadie),

no queda piedra sobre piedra.

 

Ésta que allí no ves, que allí no está

ni volverá a alzarse nunca, fue en otro mundo

la casa en que abrí los ojos.

La avenida que pueblan damnificados

me enseñó a caminar.

Jugué en el parque

hoy repleto de tiendas de campaña.

 

Terminó mi pasado.

Las ruinas se desploman en mi interior.

Siempre hay más, siempre hay más.

La caída no toca fondo.

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