El 26 de febrero del 2013 se promulgó la Reforma Educativa, una reforma constitucional ambiciosa, que le apostaba a cinco elementos fundamentales: derecho a la educación de calidad; participación de maestros, padres de familia y sociedad en los contenidos y programas de estudio; la creación de un Sistema Nacional de Evaluación cuyo órgano operador será el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación; se diseñaría un servicio profesional docente con una evaluación obligatoria, y gestión escolar autónoma.
En papel, la reforma no se veía tan mal, sin embargo, la punta de lanza de toda la reforma se enfocó en la evaluación de los maestros, en sí la evaluación no fue el problema sino el objetivo de la misma, y sobre todo su manera de ejecutarla. Maestras humilladas, maestros sobajados, tratados como delincuentes, golpeados y obligados a transportarse en patrullas y camiones de la policía como reos. Muchos se negaron a evaluarse en esas circunstancias.
Desde luego la amenaza, la coacción y el chantaje no se hicieron esperar por parte del titular de Secretaría de Educación Pública, Aurelio Nuño Mayer. Hoy, a tres años de que se echó andar esta reforma cojituerta, el presidente de la Comisión de Educación del Senado, Juan Carlos Romero Hicks, reconoce que se debe revisar y adaptar lo que se tenga que hacer. Se quiera reconocer o no, mucho tuvo que ver la estoica resistencia de los maestros del sur del país.
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