La lectura, el Tajo y el hombre de la estrella

- en Cultura, Opinión

Armando Ortiz /

«Del deambular de las barras
se ha cansado tanto su mirada,
que ya nada retiene».
La pantera de Rilke

Cierta mañana llegué al penal de Pacho Viejo donde daba mi taller de literatura a los presos. Ese día, además de los talleristas que asistían con constancia, se encontraba un joven que se sentó alejado de los demás. Moreno y no muy alto, en el rostro tenía una marca que lo distinguía, se había tatuado una estrella que abarcaba toda su zona ocular izquierda a la manera de Paul Stanley el guitarrista del grupo Kiss. Aunque estaba atento me parecía que se aburría. Esa mañana hablamos de Fernando Pessoa, uno de mis poetas predilectos, hablamos de Thomas Mann y de Muerte en Venecia. Leí un fragmento de la novela, justo cuando Aschenbach y Tadzio se encuentran en un paseo y el escritor, avergonzado por la sonrisa del adolescente se fatiga, se extasía y busca refugio en la oscuridad de un jardín. También leí el poema de Pessoa donde se refiere al Tajo: “El Tajo es más bello que el río que corre por mi aldea./Pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi aldea,/porque el Tajo no es el río que corre por mi aldea”.

Con la lectura del poema les hice ver que muchas veces anhelamos poseer lo que otros tienen y con eso despreciamos lo que poseemos. Comprendimos con Pessoa que debemos anhelar lo que nos pertenece, o a lo que pertenecemos.

Unas semanas después de esa ocasión la persona que me reunía a los talleristas en el penal me pidió que acudiera al lugar en que se encuentran los enfermos mentales. Algo me habían dicho sobre ellos, en su gran mayoría son personas que se quedaron en el viaje, consumidores de droga que perdieron contacto con la realidad. No me entusiasmó la idea de ir a ese sitio. Pensé que posiblemente los enfermos mentales estarían en un lugar como manicomio, todo oloroso a heces fecales a orines o a medicina. Pero me insistió argumentando que los mismos enfermos mentales habían pedido mi asistencia. No me quedó de otra que asistir.

Afortunadamente en esa ocasión mi amiga la poeta Esther Mandujano me acompañó. Ella tampoco se lo esperaba, igual me vi un poco abusivo pues ella iba a declamar sus poemas a mis talleristas de siempre, a los cuerdos por decir así. Lo bueno es que no se resistió y amablemente accedió a pasar conmigo.

Mi sorpresa fue grande cuando me di cuenta que el espacio en que se encuentraban los enfermos mentales era bastante limpio. Algo de jardín de niños tenía el lugar: pulcro, iluminado, con paredes blancas y gente agradable. Esa mañana que asistimos estaban haciendo piñatas y tenían a un ratón Miguelito colgando del cuello, lo mismo que otra figura amorfa.

Sentados en torno a una mesa los enfermos mentales recortaban papel china para decorar las piñatas. Rápido se pusieron a recoger sus cosas y ordenados nos pusieron atención. Esther Mandujano que es una gran poeta, pero además una gran declamadora, recitó de memoria algunos poemas. Yo imperfecto de memoria leí a Rubén Darío y a Machado. “Este era un rey que tenía un palacio de diamantes, una tienda hecha de día y un rebaño de elefantes”. “Yo voy soñando caminos de la tarde, ¡Las colinas doradas, los verdes pinos, las polvorientas encinas!… ¿A dónde el camino ira? Yo voy cantando viajero, a lo largo del sendero –la tarde cayendo está-”.

Cuando terminamos ese breve recital uno de ellos, justo el hombre de la estrella en el rostro me dijo que recitara el poema del Tajo. Me quedé asombrado, ¿dónde había estado ese joven? Hasta atrás, atento, absorbiendo lo más posible la esencia de los poemas. “Sí -me dijo-, lea el del Tajo, el del río grande de Portugal. O háblenos de Thomas Mann, de Muerte en Venecia”.

¿Cómo sabía él todo eso? ¿Acaso no había estado en aquella ocasión, aburrido las casi dos horas de taller literario? El hombre de la estrella sonreía, quizá porque recordaba el poema del Tajo o el relato de Thomas Mann y entonces comprendí: él había viajado en esa ocasión con nosotros, esa mañana, en silencio, recorriendo el río de Portugal. Había estado también sentado junto a Aschenbach, en el jardín oscuro, escuchando la amonestación del escritor a Tadzio quien decía: “¡No debes sonreír así! ¡No se debe sonreír así a nadie!”.

Sólo aquellos que no leen pueden decir que la lectura no sirve para nada. Decía José Martí: “¿Quién es el ignorante que sostiene que la poesía no es necesaria a los pueblos?” La poesía señalaba el poeta cubano, “es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues ésta (la industria) les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquélla (la poesía) les da el deseo y la fuerza de la vida”.

El joven de la estrella esperaba en el encierro, como la pantera de Rilke, esperaba a que fuésemos otro día para navegar por el río de Portugal, esperaba saber qué destino corrió Aschenbach, esperaba soñar caminos con Machado, esperaba traspasar las fronteras de su prisión con la libertad que le concedía la palabra.

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