El loco de la Casa Blanca (segunda parte)

Terroristas
Donald Trump FOTO: WEB
- en Opinión

Luis Ramírez Baqueiro / 

“El castigo es la venganza vestida con traje civilizado.” – Constancio Vigil.

Ghaemi, voluntariamente, se aparta de la cháchara psicoanalítica y de los intentos de hacer psicohistoria, aprovechando, por cierto, para propinar una buena lanzada al risible intento de Freud con Woodrow Wilson: “todas esas interpretaciones psicológicas terminan en una especulación vana a propósito de los traumas infantiles de las figuras en cuestión”. Así, Ghaemi estudia los síntomas, la genética –es decir, los antecedentes familiares-, el curso de la dolencia y su tratamiento.

Un caso muy interesante es el de Winston Churchill, un hombre ciertamente franco a propósito de sus melancolías: siguiendo al gran doctor Samuel Johnson, las llamaba “el perro negro” que le acompañaba siempre. A su célebre médico, el doctor Lord Moran, le confesó su primer episodio depresivo, hacia 1910, cuando era ministro del Interior y, mundanalmente, gozaba de un éxito que tardaría décadas en volver a repetirse. “Durante dos o tres años, la luz se fue. Hacía mi trabajo. Iba a los Comunes, pero la depresión más negra estaba dentro de mí”. Y también confesó sus tentaciones de quitarse la vida: “No me gusta mirar al agua desde un barco. Una acción de un solo instante terminaría con todo. Unas simples gotas de desesperación”. Junto al balcón de su nuevo piso, le dijo a Moran: “No me gusta dormir junto a un precipicio así de alto. No tengo ningún deseo de dejar este mundo, pero me entran pensamientos, pensamientos de desesperación”.

Churchill, sin embargo, fue el primer británico en darse cuenta del peligro que suponía Hitler, cuando hasta el duque de Windsor –el fugaz Eduardo VIII- admiraba abiertamente al dictador alemán, la clase alta inglesa hacía lo mismo y Neville Chamberlain recibía el aplauso de las masas como hombre de paz por unos intentos de apaciguamiento que casi llegaron a la súplica llorosa. El historiador Michael Burleigh comenta que tal vez se necesitara tener algo diabólico dentro para reconocer tan prontamente al diabólico régimen nacional-socialista. Y el psiquiatra Anthony Store escribe que “en 1940, cuando todas las apuestas estaban en contra de Gran Bretaña, un líder de juicio sobrio bien podría haber concluido que no había esperanza alguna”. ¿Cómo le ayudó a Churchill la guerra contra sus demonios interiores? Storr concluye así: “Sólo un hombre que hubiera conocido la desesperación y le hubiera hecho frente podía mostrarse seguro de sí mismo. Sólo un hombre capaz de entrever un rayo de esperanza en una situación desesperada (…) podía haber dado realidad a las palabas de amenaza que sostuvieron a los británicos en el verano de 1940. Si Churchill era este tipo de hombre era porque, a lo largo de su vida, él mismo había tenido que luchar contra su propia desesperación, y por eso podía hacer creer a otros que la desesperación puede ser vencida”. Ghaemi habla del “realismo” de Churchill tras largos años de ostracismo y soledad en la vida pública, repelido por todos, donde el sanísimo Chamberlain, por cierto, recibía aplauso tras aplauso.

En el otro extremo de Churchill, Franklin Delano Roosevelt fue, durante años y años, una personalidad hipertímica, es decir, expansiva hasta el agobio, inquieta hasta el paroxismo, habladora hasta el agotamiento, y confiada en sí misma hasta extremos de peligro. A sus invitados les llamaba la atención la capacidad de hablar de todo y nada, de acaparar el uso de la palabra, de viajar sin descanso y de trabajar sin horarios. Era un hombre permanentemente eufórico –y notablemente frívolo.

La vida, sin embargo, le reservaba una prueba dura –dura para cualquiera y, seguramente, más dura para él. En 1921, tras un baño en una piscina, Roosevelt contrae la polio –“¿cómo un adulto no se va a sobreponer a una enfermedad de niños?”- y no le queda otro remedio que usar una silla de ruedas. Ya nunca más estaría solo. Ya nunca más tendría momentos privados, para sí. Ya nunca podría ni dar un mitin sin necesidad de ayuda. En todo caso, “el hombre que volvió a la actividad pública era muy distinto del hombre que, en 1921, había tomado el baño en esa piscina”.

Después de tres años de reclusión, su carácter hipertímico le había ayudado a desarrollar resistencias –o resiliencia, esa mezcla de paciencia y flexibilidad hoy tan a la moda-, le había hecho comprender el dolor, le había llevado a hacer lo que un líder sensato nunca hace: dar marcha atrás en alguna de sus decisiones. Su propia mujer, la polémica Eleanor Roosevelt, al ser preguntada si la polio le había afectado a su marido, respondió: “habría llegado, sin duda, a ser presidente. Pero hubiese sido un presidente muy distinto”.

Aunque Ghaemi no narra sus casos, hay ejemplos que podrían trasladarse sin dificultad al mundo de la empresa o del Ejército. Solitario durante años, raro hasta el extremo, sin más intereses que la tipografía y la caligrafía, Steve Jobs logró productos mucho más creativos que su oponente, el siempre mesurado y previsible Bill Gates. El General McClellan fue un genio absoluto e irreprochable en tiempos de paz y un desastre en tiempos de crisis –en tiempos de guerra-, frente a un general Sherman perdidamente bipolar y sin embargo decisivo en el campo de batalla.

 “Los mejores líderes en tiempos de crisis tienen alguna rareza mental”, afirma Ghaemi, “los peores líderes en tiempos de crisis son perfectamente saludables”. Es difícil comprar su tesis si la llevamos al extremo –¿no es la política la gestión de una crisis diaria?-, pero al menos muestra una cosa: bien administradas, las lecciones del sufrimiento humano dan su fruto.

Ahora bien, ¿es Donald Trump una amenaza real para México y el Mundo? La respuesta es sí.

Por ello habrá de actuar el gobierno federal con cautela pues este personaje, rodeado de asesores y funcionarios igual o peor que el, se convierten literalmente en los constructores de su infausto destino, la permanencia del personaje al frente de la Casa Blanca está contada, pues las repercusiones serán más negativas que positivas y eso para la economía de EU es vital.

Sextante

Cayó Arturo Bermúdez Zurita, detrás de él vendrán los demás, esperan los veracruzanos, la pregunta será, y de que sirve tenerlos en la cárcel si no regresan las inmensas fortunas que se llevaron.

Señores, no se embromen en temas legales, estructuren mejor la forma de como devolverle a los veracruzanos los miles de millones que Duarte y sus cómplices se llevaron sin empacho, ni decoro, pues es ahí donde recae la justicia que tanto demanda el pueblo de Veracruz.

Al tiempo.

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