Cuentas saldadas

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Armando Ortiz / El creciente aumento de la delincuencia en nuestro país es un fenómeno que no muy pocos han estudiado. Algunos han llegado a la conclusión de que las condiciones sociales que se han forjado en los últimos sexenios han gestado una generación perdida que ante la falta de alternativas reales, se han visto orillados a sumarse al crimen organizado como última salida, como una nueva forma de suicidio, como una puerta falsa de horror. En ese esfuerzo por explicarnos este fenómeno social aparece el acto literario, y es que a veces el horror es tan grande que no queda otra que la ficcionalización. Hace algunos años un “sobreviviente” me narró su historia. Después de escuchar el relato supe de inmediato que era necesario que se diera a conocer. Ante la imposibilidad de presentarlo como un hecho periodístico sólo me quedaba la ficción. Como un adelanto de mi libro de cuentos Todos estamos muertos de próxima publicación presento la primera parte de ese relato ficcionalizado, la segunda parte espero la puedan leer en el volumen publicado.

 

Era diciembre de 2011, Julián el hijo de Rodrigo el Artista estaba cansado de toda la basura que los de izquierda tiraban en contra del candidato presidencial, a quien de pendejo no bajaban, nada más porque no pudo citar tres libros que lo hubieran marcado de por vida. Fue por ello que Julián escribió en su muro de Facebook: «Qué pedo si no lo sabe. A mí me vale madres, que gane el que gane, tengo un buen trabajo, tengo mi casa, mi coche y a mi familia; que se chinguen todos los que no lo tengan». Cinco horas después, y viendo la que había armado, pues cínico y egoísta eran los calificativos más dulces que le endilgaron, quiso borrar el comentario pero al final se amachinó y lo que hizo fue simplemente olvidarlo. Ahí está todavía el comentario, en su muro, donde consta que a Julián, en esos años, todo le valía madres.

Por esas mismas fechas Hugo Salgado vendía libros de casa en casa en Coatzacoalcos, Veracruz. Trabajaba de lunes a sábado para una empresa distribuidora que él llamaba La Editorial. En una buena semana podía ganar hasta mil 500 pesos, pero en semanas difíciles no le llegaba ni a los 500 varos. No tenía descanso, los domingos los ocupaba para ir a cobrar algunos pendientes que le quedaban y ya después de las seis de la tarde se sentaba en casa a mirar televisión con su esposa, una muchacha guapa de diecinueve años con la que tenía una hija de cinco meses de nacida.

Hugo no tenía un buen trabajo, no tenía casa propia, ni coche ni tampoco una “bonita familia”. Elisa su mujer no pudo terminar la secundaria y él se quedó en el primer año de la preparatoria. Para sacar un poco de dinero extra, y así poder completar la leche de la niña, Elisa trabajaba los fines de semana en una taquería que era de un primo. Le pagaban 100 pesos la noche, con esos 200 de fin de semana compraba el lunes pañales para la beba, leche en polvo y nada más, porque 200 pesos siguen siendo nada.

Elisa se iba los domingos a las siete de la noche, de modo que si Hugo llegaba a las seis de la tarde, sólo una hora de ese fin de semana lo pasaba con ella. La beba no se quedaba con él, «porque tú no le tienes paciencia». De modo que Elisa la encargaba con su madre que vivía a unas calles de su cuarto. Cerca de las dos de la mañana, cuando terminaba de trabajar en la taquería, pasaba por la beba y dormida se la llevaba cargando unas cuantas calles hasta el cuarto donde Hugo ya no la esperaba despierto, pues se quedaba dormido mirando el televisor.

En ese mismo diciembre de 2011, un domingo que Elisa se fue a la taquería y la niña estaba con su suegra, Hugo se fue al cíber de la esquina a matar el tiempo en el internet. Aprovechó para checar su Facebook en donde había subido las fotos de la beba recién nacida y una foto de Elisa y él celebrando su primer mes. No había subido más fotos, esa vez lo hizo porque un valedor les prestó su celular con cámara, porque el teléfono celular que Hugo usaba era de esos para contestar llamadas y mandar mensajes; no servía para nada más. Revisando la red social, viendo los pocos comentarios que habían puesto a la foto de su beba, Hugo encontró el dicho de ese hijoeputa, que cansado de toda la basura que tiraban en contra del entonces candidato presidencial, se atrevió a poner en su muro que todo le valía madres, sin importarle que la prole se le fuera encima. «Hijo de tu puta madre», le puso Hugo, «pinche arrastrado de mierda».

Esa misma noche, como a eso de las dos y media, Elisa llegó gritando alterada. Unos vagos le habían arrebatado los 200 pesos que su primo le había pagado por el trabajo de un fin de semana. En el arrebato del dinero jalonearon a la beba y ésta se le había caído golpeándose la cabeza en el filo de la banqueta por lo que no paraba de llorar. «Y tu cabrón ahí tiradote en la cama nada más viendo la televisión». Hugo despertó de golpe, se quitó las cobijas de encima, se puso de pie de un salto, salió a la calle pero no pudo hacer nada. Frustrado sólo le quedó mentarle la madre a esos hijoeputas. Un perro que escuchó la mentada se puso a ladrar, otro le hizo coro y así, distanciados poco a poco, se escucharon en la lejanía los aullidos de los perros, como si la madrugada fuera escenario para un cuento de Rulfo.

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Julián era hijo de Rodrigo el Artista, un ganadero del sur del estado que antes de ser rico cantaba en las fiestas de gente adinerada con una guitarra que su padre le había obsequiado. Rodrigo Bautista Vega, que así se llamaba el Artista, joven y bien parecido, se casó a principios de los ochentas con Ofelia Vargas, una jovencita obesa, hija de un presidente municipal que de regalo de bodas les dio 50 cabezas de ganado. Así empezó el patrimonio del Artista. Esas 50 cabezas de ganado en pocos años, se hicieron quinientas y luego mil y así se multiplicaron hasta que en la época de las vacas gordas logró amasar una considerable fortuna. Julián era el hijo menor de Rodrigo, el primogénito era Alberto, quien igual que el padre se dedicó a la ganadería. Pero Julián salió listo para la escuela y por eso le pagaron la carrera en el Tecnológico de Monterrey, donde después de varios años se tituló como Ingeniero Industrial. Su padre le consiguió trabajo en Pemex gracias a un senador de la República al que le había aportado buena cantidad de dinero para su campaña.

Julián se casó con quien fue su primera novia en el Tecnológico, hija de un político priista a quien habían acusado de corrupción y que sin embargo seguía operando para las huestes de su partido. Rodrigo, generoso como su suegro, les regaló en Coatzacoalcos una casa en Fuentes del Pedregal. Julián tenía un Mercedes pero la troka doble cabina se la regaló su hermano Alberto: «Pa’ que veas lo que es un carro de verdad, no esas mamaditas de carro que parecen de muñeca».

A los 25 años Julián tenía su trabajo en Pemex donde le pagaban un buen sueldo, tenía su casa, sus autos y su bella esposa. Pero Julián seguía siendo un chamaco; por eso tenía Facebook en donde presumía las fotos de sus viajes, donde se atrevía a decir esa verdad que, aunque incómoda, era verdad, «tengo un buen trabajo, tengo mi casa, mi coche y a mi familia; que se chinguen los que no lo tengan».

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La beba fue llevada al hospital donde después de tres días murió a causa de un duro golpe en la cabeza. Los médicos mandaron un informe al ministerio público acusando a los padres de maltrato infantil, porque apenas los vieron llegar con sus ropas humildes consideraron que eran unos padres desalmados que por andar peleando lastimaron a la niña. La versión del robo no se la creyeron, porque, quién les iba a robar a ellos; aparte Elisa le seguía reprochando a Hugo que él había tenido la culpa.

Hugo tuvo que conseguir diez mil pesos para librarse de la acusación; cinco para el abogado y cinco para el MP. Esos diez mil pesos los consiguió del Borja, un dealer de Mundo Nuevo que, para asegurar su lana lo reclutó en su banda. Así llegó Hugo al negocio de las drogas al menudeo.

El Borja se había hecho narcotraficante en el Bajío al mando del grupo de Arturo Beltrán Leyva. Una vez muerto el Barbas el grupo se disgregó y el Borja llegó a Coatza, donde se puso a las órdenes de los “jefes” que controlaban la plaza. Ya tenía 34 años, pero por su sobrepeso el Borja parecía de 50. Conocía bien el negocio, los “jefes” lo dejaron operar en uno de los suburbios, nada más en el trasiego de mariguana y piedra; pero con el tiempo se fue ganando su confianza y le encargaron trabajitos más complicados. (Fin de la primera parte)

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